Tecnología global con fecha de caducidad FERNANDO SÁEZ VACAS Probablemente, ver las aventuras de cualquier Bruce Willis cinematográfico para localizar y desactivar una bomba de relojería o un meteorito que amenaza al mundo resulte, paradójicamente, más emocionante que saber que en nuestro mundo real, alrededor de un millón de técnicos, a los que no vemos, se afanan en desarmar cientos de miles de millones de bombas invisibles infiltradas entre los datos y programas de los sistemas informáticos. Esas bombas consisten sencillamente en que muchos sistemas informáticos contabilizan los años por sus dos últimos dígitos decimales -99 en vez de 1999- y que cuando llegue el 2000 lo designarán por 00, cometiendo a partir de entonces toda suerte de despropósitos en algunos de sus procesos. Al sentido común le produce estupor que los ordenadores puedan caer en trampa tan estúpida, pero el caso es que esta forma concreta de representar los años de nuestro calendario, ahora conocida como problema informático del año 2000, si no se desactiva a tiempo podría producir la primera avería masiva del sistema global, poniendo en peligro el incesante flujo de actividades de las sociedades económicas desarrolladas. En nuestra opinión, lo mejor sería informar sin ambages al público acerca de lo que se sabe de este problema, describir sus causas de una manera no trivial, reconocer la incertidumbre que lo rodea, señalar los errores cometidos, resaltar los ingentes costes asociados a su reparación y describir periódicamente su situación real. Este artículo pretende contribuir a parte de estos fines. En primer lugar, y para que pueda entenderse que no ha habido tanta torpeza como parece metiendo ahí esa basura, es obligado explicar algo respecto a cómo un simplísimo formato de datos se convierte en una maraña casi incontrolable. De entrada, hay que descartar que el uso del formato de dos dígitos decimales sea meramente un error técnico. Además de ser habitual en el habla común, dicho formato se justificaba en los años cincuenta y sesenta, cuando se comenzó esta práctica, por el ahorro de memoria y circuitos, muy caros por entonces, como se justifican siempre decisiones semejantes en el diseño y construcción de cualquier sistema, con independencia de que se trate de un depósito, un aeropuerto o el espacio de direcciones de Internet. Por un principio general de economía, la obra humana se diseña sabiendo que puede acabar saturándose. En particular, los números dan muchos problemas: las placas de matriculación, el número del DNI, los números de teléfono (en Madrid, por el año 1925, constaban de tres o cuatro cifras, frente a las nueve actuales para la numeración nacional), todos terminan por saturarse, aunque a priori no se sepa exactamente cuándo ocurrirá. De hecho, el problema del año 2000 no es el único problema informático relacionado con los números, como muchos lectores conocen. Hay otros en espera. Por lógica, cabía imaginar que estas limitaciones se subsanarían cuando fuera necesario. No ha sido así. Ahora, la maquinaria informática es una galaxia compuesta por miles de millones de sistemas, incluyendo los chips microprocesadores integrados en infoimplementos del coche, el hogar y el instrumental biomédico o en controladores industriales y de infraestructuras, una galaxia que, por razones técnicas y económicas debidas a su complejidad y capilaridad, ha llegado a parecer intocable. En efecto, la célula mínima de información que contiene el formato de fechas se replica en muchos elementos del sistema informático del que forma parte y en otros sistemas asociados, no con la materialidad de piezas sueltas identificables, limpiamente sustituibles, sino al modo sutil de largas cadenas lógicas, lenguajes, estructuras de datos, algoritmos y arquitecturas heterogéneas. Y, además, está el hecho de que este entramado casi inmaterial se ha convertido en el soporte básico de la mayoría de las actividades del hipercomplejo sistema global. ¿Quién podía atreverse a decir que había que parar todo esto un poquito? Y si lo decía -como algunos lo han dicho-, ¿quién iba a querer escucharlo? De forma que lo que ni siquiera en su origen fue un error técnico devino acumulativamente en una gravísima bola de nieve. Muy tarde -teniendo en cuenta lo inaplazable de la fecha de caducidad y la complejidad sistémica del problema-, se han iniciado los trabajos de limpieza, denominada adaptación al 2000. En unos sitios antes que en otros, pero tarde en todos. Ahora no tenemos más remedio que afrontar las consecuencias de nuestra inmadurez tecnológica y de nuestro descuido colectivo. La primera de las consecuencias es el coste económico de adaptación de los sistemas, enorme, cualesquiera que sean sus cifras reales, dado lo difícil, largo y tedioso de la tarea. En todo el mundo oscilará entre 0,6 y 1 billón de dólares. En España, según una consultora europea, ascenderá a 1,6 billones de pesetas; según SEDISI, patronal del sector informático, a 150.000 millones. La Administración española se ha gastado oficialmente en sus sistemas 27.422 millones. Por hacemos una idea, una empresa como General Motors podría acabar gastándose más de 900 millones de dólares durante unos cuatro años de trabajo. La peor noticia, sin embargo, es la certeza de que, se pongan los recursos que se pongan, no queda tiempo para limpiar todos los sistemas informáticos antes del final de 1999. Además, habrá, porque ya las hay -e irrecuperables- notables diferencias entre países, y dentro de éstos, entre sectores de actividad y entre empresas. Desafortunadamente, la mayoría de las pymes y de los particulares permanecen desprevenidos e inermes ante la amenaza Y2K (así se le llama en la jerga internacional al problema del 2000). Todavía tienen tiempo si actúan sin demora. Sin duda, la pregunta más urgente es: ¿qué sucederá entonces cuando llegue el 2000? Resulta imposible dar una respuesta precisa, quizá sea ésta en principio la mayor incertidumbre. La aceleración de los cambios traídos en las últimas décadas por el desarrollo tecnocientífico sobre nuestro entorno vital supera ampliamente la capacidad de comprensión y de adaptación de la mayoría de ciudadanos. Para muchos, esa sensación de pérdida de control del entorno personal, esa incertidumbre, se hace psicológicamente intolerable, por lo que ante el Y2K reaccionarán con miedos anticipados, a poco que se les ayude desde algunos centros de creación de opinión, como hace tiempo vienen haciendo a través de los medios y de Internet los profesionales de la ansiedad y los heraldos del fin del mundo. Motivos hay para huir de sentimientos apocalípticos, e incluso es conveniente hacerlo por higiene mental. En España, eso incluye que el gran público, al que se mantiene en la inopia informativa en lo referente a la realidad del Y2K, adopte cierto talante optimista. Sabemos (?) que aunque no estén limpios todos los sistemas, sí que lo estarán razonablemente los sistemas críticos, así llamados por soportar las funciones e infraestructuras esenciales de toda sociedad desarrollada y que se preparan planes de contingencia por si fallan. Por último, no olvidemos que a estas alturas son bien conocidas las numerosas variantes y combinaciones del problema, se han diseñado antídotos en forma de herramientas y técnicas y acumulado gran experiencia en su aplicación. El año 2000 será, no obstante, pródigo en fallos, dificultades y perturbaciones, ampliamente distribuidas por el mundo, que pagarán previsiblemente los sectores más débiles. Menudearán las reclamaciones ante los tribunales de justicia. Tal vez el Y2K nos enseñe que la tecnología ya no es sólo un artefacto técnico, sino un artefacto social, un asunto de todos. La intrahistoria no escrita del Y2K revela un conjunto viciado de prácticas por parte de los técnicos especialistas, pero también conductas inapropiadas de la industria suministradora de hardware, software y servicios informáticos, de numerosísimos empresarios y ejecutivos y de casi todos los gobernantes, políticos y altos funcionarios, generalmente alérgicos a la tecnología, aunque lo disimulen, sin olvidar a las instituciones académicas, que no han dicho esta boca es mía, por lo menos en nuestro país. Un caso de estudio perfecto. La sociedad tecnológica es una sociedad compleja y, por ello, es también vulnerable. Convendría desarrollar en todos los sectores disposición intelectual y actitudes responsables para desenvolvernos en medio de la complejidad. Fernando Sáez Vacas es catedrático de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Telecomunicación de la Universidad Politécnica de Madrid.